Camille Corot (1796-1875)
Una matiné. La danza de las ninfas. 1850
Óleo sobre lienzo A. 0,98; L. 1,31 m
París, Museo de Orsay(c) RMN
A mediados del siglo XIX, los pintores de Barbizon, a los cuales se acerca Corot, ya no consideran necesario referirse a temas antiguos para justificar su interés por la naturaleza. En el cuadro Una matiné. La danza de las ninfas, la cortina de árboles que aísla a los personajes del fondo sirve de cortina de teatro y evoca un ballet de ópera, ambigüedad en la que participa el título: el término "matinée" francés significa mañana y puede aludir a los espectáculos matinales, por oposición a las representaciones "nocturnas". El tratamiento aterciopelado y coposo del follaje, tan propio de Corot, es un testimonio del desplazamiento del interés del artista de la escena a los elementos naturales, a la atmósfera del paisaje, a los matices de la luz y a sus suaves vibraciones. No obstante, la marca de la tradición clásica sigue presente en Corot tanto por los temas mitológicos como por la nítida distinción entre estudio "al natural" y el cuadro terminado de taller. El paisaje puede ocupar un lugar importante, sin embargo sigue siendo el marco de una escena imaginaria: una bacanal. Pero el heroísmo lírico ya no es un valor dominante en la sociedad burguesa del siglo XIX y las diosas no animan sino el teatro de la naturaleza. De hecho, el cuadro resultaría del "collage" de dos recuerdos distintos: por una parte el de los jardines de la Villa Farnèse en Roma y, por otra, el de un ballet de la Ópera, de ahí la ambigüedad del título.
Fuente: http://www.musee-orsay.fr
martes, 6 de febrero de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Camille Corot, La mañana: la danza de las ninfas (1850-1851).
Museo de Orsay, París.
Corot representa los efectos del viento inspirándose en los de la halación, que eran causados por el tiempo excesivo de exposición que exigía la técnica imperfecta de las primeras fotografías de paisaje en las que se registraba el movimiento de las hojas.
Su extensa y dilatada producción va desde los paisajes arcádicos clásicos que ensayó especialmente en su primer viaje a Italia en la década de los años veinte (y en los que, no obstante, su preocupación por la luz y los volúmenes frente al dibujo era ya palpable) hasta los paisajes oníricos e imaginarios de su última época, que concuerdan con el gusto por lo misterioso de la pintura de fin de siglo, y que fueron entonces muy bien recibidos por el público. Pero hoy en día su pintura se recuerda por su carácter empírico, es decir, por las innovaciones que introdujo en el campo de la observación del natural, innovaciones sobre las que se desarrolló el impresionismo. Corot entendió muy bien que el pintor ya no podía pintar paisajes en su estudio con luz artificial; tenía que salir al exterior, mirar, representar y comparar para, finalmente, corregir de acuerdo a lo detenidamente observado. Sin duda, la captación, en términos pictóricos, de los movimientos de las hojas y del transcurso de la luz fueron un gran desafío, pues ¿cómo detener en el cuadro los fenómenos más inestables de la naturaleza? ¿Cómo transmitir al ojo humano esa insubstancialidad para que el espectador pueda sentir las vibraciones de la luz y el movimiento ante el cuadro? La respuesta la halló, como Courbet, en la propia pintura: la superficie del cuadro tenía que estar viva, y era el empaste, la aplicación de manchas de color, lo que infundía esa vida, aunque no siempre fuera así entendido por sus contemporáneos. Sin duda, la técnica abocetada de Corot resultaba entonces extraña al público, y tendremos que esperar hasta el final de siglo para que el ojo se acostumbre a leer la realidad representada a través de manchas, que si bien dan una información menos exacta de las cosas en detalle, retratan con mayor fidelidad la impresión que nos causan.
Fuente: RAQUEJO GRADO, Tonia. "La pintura decimonónica." El mundo contemporáneo. Historia del Arte, Tomo 4. Alianza Editorial, Madrid, 1997.
Publicar un comentario