Salvador Dalí
Oleo sobre lienzo, 110 x 150 cm
Museo Nacional Reina Sofía. Madrid
Obra emblemática de Salvador Dalí y una de las primeras pinturas que se pueden adscribir propiamente a la época surrealista del artista.
El surrealismo, movimiento aparecido en Francia en 1924, influyó tanto en la literatura como en las artes plásticas, con una incidencia particularmente importante en la poesía y en la pintura. Heredero del dadaísmo, del que conserva el gusto por la provocación, el surrealismo también se puede considerar hijo espiritual del Romanticismo y el simbolismo, con los que comparte los valores, el lirismo, la nostalgia melancólica y la fe en la capacidad del arte para transformar el mundo. André Breton, padre de este movimiento y redactor del primer manifiesto surrealista (1924), propone el automatismo psíquico, mediante el cual se pretende expresar de palabra, por escrito o de cualquier otra forma, el funcionamiento real del pensamiento. El surrealismo se fundamenta en el mundo de los sueños y en el subconsciente, lo que lo vincula con el psicoanálisis de Sigmund Freud.
Los surrealistas no sólo invierten las tradiciones: invierten también los valores que las sustentan, constituyendo su propia galería de antepasados y rehabilitando o exaltando a poetas y artistas que habían sido menospreciados o proscritos en nombre del buen gusto. Desestiman todo lo que es claro, armonioso, equilibrado y depurado, y glorifican, por tanto, lo hermético,
maravilloso, híbrido y compuesto. Así, como podemos leer en el primer manifiesto, elaboran su propio árbol genealógico imaginario de la historia del arte, un árbol que tiene como ramas principales a Hieronymus Bosch, Brueghel el Viejo, Arcimboldo y Francisco de Goya. Del Romanticismo o, mejor dicho, del simbolismo, hacen renacer a poetas marginados u olvidados, como Arthur Rimbaud y el conde de Lautréamont, que se convierten en figuras tutelares del
movimiento, pero también a otros como Gérard de Nerval, Jules Laforgue o Tristan Corbière. Divulgan en Francia la obra de los románticos alemanes e ingleses, sin olvidar tampoco a otros pintores como Arnold Böcklin —sobre todo su obra La isla de los muertos—, James Ensor u Odilon Redon. El museo Gustave Moreau se convierte en lugar de encuentro habitual para los surrealistas, como también lo son las calles en las que las tiendas de estampas antiguas y libros de viejo comparten espacio con los tarotistas. Pero los surrealistas también encontrarán inspiración en las artes primitivas.
Así pues, El gran masturbador puede inscribirse dentro de este período, dado que Dalí entra a formar parte oficialmente del movimiento surrealista en 1929, año de ejecución de la pintura. Realizada en el verano de 1929, la tela se expone en la primera muestra personal que el pintor ofrece en París, en la galería Goemans, con el título Visage du grand masturbateur.
Tanto en este óleo como en otros del mismo período, los diversos elementos se colocan alrededor de un horizonte que divide el espacio en dos mitades desiguales, disposición que recuerda las telas de Giorgio de Chirico. En la parte superior se observa un cielo azul y nítido, y en la inferior, un terreno árido que a veces se convierte en una playa. El rostro que da título al cuadro lo encontramos en la zona central de la tela. Dalí nos lo explica de esta manera:
«Representaba una gran cabeza, amarilla como la cera, muy rojas las mejillas, largas las pestañas y con una nariz imponente comprimida contra la tierra. Este rostro no tenía boca, y en lugar de la boca había pegada una langosta enorme. El vientre de la langosta se descomponía y estaba lleno de hormigas. Algunas de estas hormigas corrían a través del espacio que habría debido llenar la boca inexistente de la gran cara angustiada, cuyo extremo acababa en arquitectura y ornamentación estilo 1900. El título de la pintura era El gran masturbador».
La parte final del rostro se transforma en una arquitectura de estilo 1900 en la que podemos ver un busto femenino con los ojos cerrados y un fragmento de un cuerpo masculino. En la parte inferior de la tela observamos tres grupos de personas. En primer término, una pareja abrazada en la que una de las figuras es una roca antropomorfa; en segundo término, una silueta que parece un hombre joven en actitud de caminar hacia el horizonte. El tercer grupo, situado en último término y de tamaño muy pequeño, consta de un niño acompañado de un adulto. Todas estas figuras, que proyectan sombras muy claras y recortadas sobre una superficie de tierra reseca de color verde grisáceo, aparecen ubicadas en un espacio ambiguo que recuerda a los espacios poco profundos que construía Joan Miró y en los que, a partir del horizonte, las imágenes parecían flotar.
Pero el rostro de El gran masturbador no supone ninguna novedad radical en la obra realizada por Dalí hasta ese momento. La primera vez que lo pinta, como el propio maestro explica en su Vida secreta, es en Los primeros días de la primavera (1929), y aún lo retoma varias veces más en otras obras del mismo año, como El juego lúgubre, El enigma del deseo, Los placeres iluminados o Retrato de Paul Eluard. Sin embargo, en ninguna de ellas ocupa un lugar tan preeminente como en la tela que comentamos aquí ni recibe el nombre de «masturbador».
Si analizamos las diversas interpretaciones que se han hecho de esta obra, observaremos que casi todas coinciden en identificar el título con el artista a causa del apreciable parecido entre el pintor y el rostro amarillento. La mayoría de los autores comparten la idea de que la sexualidad de Dalí, hasta la aparición de Gala, se basaba casi exclusivamente en el onanismo. Si Dalí se retrata de esta manera, podríamos pensar que, de hecho, está representando su sexualidad. De todas formas, el mismo Dalí nos sugiere esta identificación, ya que las alusiones a la masturbación son numerosas en su autobiografía, aunque nunca llega a afirmar inequívocamente que el rostro angustiado del óleo en cuestión sea su autorretrato.
Desde el punto de vista psicoanalítico, la masturbación está directamente relacionada con la infancia. En este sentido, resulta reveladora la experiencia que Dalí vive en el verano de 1929 y que él mismo nos relata en Vida secreta:
«Desde el momento de mi llegada a Cadaqués fui asaltado por un recrudecimiento de mi período infantil. Los seis años del bachillerato, los tres años de Madrid y el viaje que acababa de hacer a París retrocedieron totalmente, mientras que todas las fantasías y representaciones del período de mi infancia volvieron a tomar victoriosamente posesión de mi cerebro». La elección de la masturbación como tema no sería tan extraña si tenemos en cuenta, además, que en verano de 1930 Dalí escribió en Portlligat un poema homónimo que, junto con los textos El amor, La cabra sanitaria y El burro podrido, publicó en su libro La mujer visible,6 dedicado a Gala, su esposa y musa. Podemos decir, entonces, que se trata de un motivo habitual en este período.
A lo largo de su vida, el pintor defendió que la morfología del cabo de Creus había sido el modelo de este rostro angustiado: «En este lugar privilegiado, casi se tocan la realidad y la dimensión sublime. Mi paraíso místico comienza en las llanuras del Empordà, lo rodean las colinas de las Alberes, y llega a la plenitud en la bahía de Cadaqués. Este país es mi inspiración permanente. También, el único lugar del mundo donde me siento querido. Cuando pinté aquella roca que titulé El gran masturbador, no hice nada más que rendir homenaje a uno de los jalones de mi reino y mi cuadro era un canto a una de las joyas de mi corona».
Trabajos recientes, sin embargo, lo han relacionado, muy acertadamente, con la obra de Hieronymus Bosch (c 1450 – 1516) El jardín de las delicias, que Dalí conocía muy bien, ya que había podido contemplarla personalmente en el Museo del Prado de Madrid durante su época de estudiante.
La parte final del rostro se transforma en una arquitectura de estilo 1900 en la que podemos ver un busto femenino con los ojos cerrados y un fragmento de un cuerpo masculino. En la parte inferior de la tela observamos tres grupos de personas. En primer término, una pareja abrazada en la que una de las figuras es una roca antropomorfa; en segundo término, una silueta que parece un hombre joven en actitud de caminar hacia el horizonte. El tercer grupo, situado en último término y de tamaño muy pequeño, consta de un niño acompañado de un adulto. Todas estas figuras, que proyectan sombras muy claras y recortadas sobre una superficie de tierra reseca de color verde grisáceo, aparecen ubicadas en un espacio ambiguo que recuerda a los espacios poco profundos que construía Joan Miró y en los que, a partir del horizonte, las imágenes parecían flotar.
Pero el rostro de El gran masturbador no supone ninguna novedad radical en la obra realizada por Dalí hasta ese momento. La primera vez que lo pinta, como el propio maestro explica en su Vida secreta, es en Los primeros días de la primavera (1929), y aún lo retoma varias veces más en otras obras del mismo año, como El juego lúgubre, El enigma del deseo, Los placeres iluminados o Retrato de Paul Eluard. Sin embargo, en ninguna de ellas ocupa un lugar tan preeminente como en la tela que comentamos aquí ni recibe el nombre de «masturbador».
Si analizamos las diversas interpretaciones que se han hecho de esta obra, observaremos que casi todas coinciden en identificar el título con el artista a causa del apreciable parecido entre el pintor y el rostro amarillento. La mayoría de los autores comparten la idea de que la sexualidad de Dalí, hasta la aparición de Gala, se basaba casi exclusivamente en el onanismo. Si Dalí se retrata de esta manera, podríamos pensar que, de hecho, está representando su sexualidad. De todas formas, el mismo Dalí nos sugiere esta identificación, ya que las alusiones a la masturbación son numerosas en su autobiografía, aunque nunca llega a afirmar inequívocamente que el rostro angustiado del óleo en cuestión sea su autorretrato.
Desde el punto de vista psicoanalítico, la masturbación está directamente relacionada con la infancia. En este sentido, resulta reveladora la experiencia que Dalí vive en el verano de 1929 y que él mismo nos relata en Vida secreta:
«Desde el momento de mi llegada a Cadaqués fui asaltado por un recrudecimiento de mi período infantil. Los seis años del bachillerato, los tres años de Madrid y el viaje que acababa de hacer a París retrocedieron totalmente, mientras que todas las fantasías y representaciones del período de mi infancia volvieron a tomar victoriosamente posesión de mi cerebro». La elección de la masturbación como tema no sería tan extraña si tenemos en cuenta, además, que en verano de 1930 Dalí escribió en Portlligat un poema homónimo que, junto con los textos El amor, La cabra sanitaria y El burro podrido, publicó en su libro La mujer visible,6 dedicado a Gala, su esposa y musa. Podemos decir, entonces, que se trata de un motivo habitual en este período.
A lo largo de su vida, el pintor defendió que la morfología del cabo de Creus había sido el modelo de este rostro angustiado: «En este lugar privilegiado, casi se tocan la realidad y la dimensión sublime. Mi paraíso místico comienza en las llanuras del Empordà, lo rodean las colinas de las Alberes, y llega a la plenitud en la bahía de Cadaqués. Este país es mi inspiración permanente. También, el único lugar del mundo donde me siento querido. Cuando pinté aquella roca que titulé El gran masturbador, no hice nada más que rendir homenaje a uno de los jalones de mi reino y mi cuadro era un canto a una de las joyas de mi corona».
Trabajos recientes, sin embargo, lo han relacionado, muy acertadamente, con la obra de Hieronymus Bosch (c 1450 – 1516) El jardín de las delicias, que Dalí conocía muy bien, ya que había podido contemplarla personalmente en el Museo del Prado de Madrid durante su época de estudiante.
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